18 de noviembre de 2010

Poder y Justicia / Spin-off de HOY ME HA PASADO ALGO MUY BESTIA


Todo comenzó con la noticia de la mujer que había decapitado a su bebé recién nacido.

Abel estaba esperando el tren, como cada mañana, cuando dio con aquella macabra noticia en un periódico gratuito. Leyó el titular con incredulidad y observó la pequeña foto donde aparecía la madre asesina. Gente así deberían tener prohibido tener hijos, ni siquiera merecían existir, pensó sintiendo un nudo en el estómago.

Siguió leyendo el periódico y pronto se hubo olvidado de la fatal noticia. Cada día leía sobre hechos similares y, a pesar de que siempre le afectaban de una u otra forma, el bombardeo de información a la que estaba sometido a todas horas por los medios hacía que pronto dejara atrás los sentimientos de culpa, impotencia y verguenza ajena que le embargaban momentáneamente.

La mañana siguiente, sentado exactamente en el mismo banco y adoptando la misma posición que el día anterior, abrió el periódico y las palabras impresas en negrita de un titular le golpearon y le dejaron conmocionado al tiempo que le producían cierto placer. La asesina de bebés había muerto de un paro cardíaco a las pocas horas de ser detenida. Al fin justicia, pensó él, aunque no viniera de la mano del hombre.

Luego siguió leyendo la habitual selección de noticias, a cual más espeluznante, y volvió a formársele un nudo en el estómago al llegar a la que informaba sobre la liberación de un violador reincidente, el cual además de haber violado a nada menos que a quince mujeres, había matado a una de ellas. Sólo había cumplido ocho años de condena y recibía la libertad condicional por buena conducta. ¿Era aquello justicia? Ese indivíduo, esa alimaña, pensó Abel entonces, no merecía volver a pisar las calles ni sentir el aire fresco en su rostro.

Al día siguiente el violador aparecía muerto en su casa, víctima de un infarto.

Esa misma tarde volviendo del trabajo, cuando Abel leyó sobre el desenlace fatal del criminal en la edición vespertina del periódico, no pudo evitar sorprenderse y sonreirse, lleno de satisfacción. Aquellas dos casualidades, aquellas dos muertes, la de la madre y la del violador, tan seguidas en el tiempo, parecían querer demostrarle que la justicia existía independientemente de la voluntad del hombre.

Sintiéndose un poco estúpido, pero a la vez alentado por una extraña intuición morbosa, decidió seguir leyendo el periódico hasta que llegó a la siguiente noticia malsana, ésta relacionada con abusos sexuales a menores. Sintiéndose asqueado deseó que los responsables nunca hubieran nacido y, tras una pausa, continuó leyendo. Cuando hubo llegado al final de la sección de sucesos, casi sin darse cuenta, había deseado la no-existencia a una docena de seres humanos.

A partir del siguiente día y a lo largo de toda la semana, como algo surgido del sueño o la pesadilla de una mente enferma, en los medios empezaron a informar de las muertes, todas ellas debidas a la misma causa natural, de conocidos criminales. Sólo Abel supo, tras confirmar que habían perecido todos a los que había deseado la muerte unos días atrás, que aquello no era fruto del azar. No sabía cómo ni por qué, pero fue consciente de que él había tenido mucho que ver en aquellas muertes, y lo que sintió fue algo maravilloso.

Los ratos libres de que dispuso durante las semanas que siguieron los dedicó a leer todo periódico que cayera en sus manos y en ver los canales de televisión de noticias. Al poco tiempo no sólo perecían criminales en España. Abel se había propuesto limpiar de escoria el planeta entero. Psicópatas, pederastas, mafiosos, terroristas, nadie estaba a salvo.

Un par de meses después, los medios de comunicación de todo el mundo empezaron a hacerse eco de rumores y leyendas urbanas, nacidas en foros y comunidades de internet, que relacionaban todas esas extrañas muertes aunque nadie aportara datos fiables que demostraran que no eran fruto de la casualidad.

Abel, mientras tanto, había dejado su trabajo para dedicarse a tiempo completo a la misión que él mismo se había encomendado, y había sustituido los periódicos por la televisión e internet. Sólo salía de casa para comprar alimentos una vez a la semana, y ya debía un mes de alquiler.

Los días, las semanas y los meses siguieron su curso y, a pesar de que ningún estudio pudo probar que las muertes no eran debidas a causas naturales, el miedo pareció extenderse y las tasas de mortalidad y criminalidad fueron descendiendo en todo el mundo.

Y entonces fue cuando Abel, que empezó a encontrarse de nuevo con algo de tiempo libre, decidió pasar a la siguiente fase del plan que había estado gestándose en su mente durante las últimas semanas. Les había llegado el turno a los tipos importantes: dictadores, líderes políticos sin escrúpulos, empresarios mentirosos y explotadores... El tipo de gente que se libraba de la justicia gracias al tráfico de influencias y a inmunidades diplomáticas inventadas por ellos mismos.

Iba a hacer del mundo el lugar con el que todos soñaban, costara lo que costara.

Por desgracia, pronto descubrió que su plan no era perfecto. Tan sólo un par de horas después de que el corazón de un despreciable dictador africano dejara de latir, una brutal guerra civil enfrentó a las distintas etnias que habitaban el país que había gobernado hasta entonces con puño de hierro. Ante el genocidio que siguió Abel no pudo hacer nada, y se sumió en la desesperación y la autocompasión al darse cuenta de que lo que se había propuesto era un imposible.

—Ni las mejores intenciones pueden ayudar al que no desea ser ayudado —dijo una voz a sus espaldas, sobresaltándolo. Abel se volvió y se encontró de frente con un anciano que vestía de forma extraña, como si hubiera llegado hasta el salón de su piso directamente desde la época victoriana de mediados del siglo XIX. Las ropas y el pelo eran blancos como la nieve más pura y sus ojos, azules, profundos, le observaron fijamente, con curiosidad, durante unos segundos que se le hicieron eternos. Antes de que Abel pudiera reaccionar el hombre alzó la mano derecha, con la que sujetaba la empuñadura de un delgado bastón de metal, y añadió:

“Debes acompañarme, Abel. Has llegado demasiado lejos por ti mismo y, aunque has actuado guiado por fines altruistas dignos de elogio, ha sucedido lo que nos temíamos y el poder que te ha sido concedido se te ha ido de las manos. Ven conmigo ahora y te prometo que te ayudaremos a no cometer más errores y a hacer de nuestro mundo un lugar mejor para todos.”

Abel observó por un instante la mano que le tendía el anciano, en un gesto que le pareció cargado de esperanza, de promesas y de redención. Cuando finalmente decidió tomarla entre las suyas, sin hacer una sola pregunta, una agradable luz blanca inundó la estancia y un silencio acogedor lo meció como una madre haría con su bebé recién nacido.

Décimas de segundo después, cuando la claridad de la tarde volvió a ser una con las sombras del salón, en el piso no quedaba rastro de vida humana. Ni siquiera quedaban indicios que indicaran que había sido habitado hasta hacía tan solo unos segundos.

2 comentarios:

Susi DelaTorre dijo...

¡Increíble poder el de Abel!

Todos quisiéramos aportar nuestra buena razón ante las injusticias y aquellos que denigran a la raza humana... aunque era previsible que perdiera el control.

Desasosiego ante la última escena.

¡Un estupendo relato!

Saludiños, Daniel.

Vera Gaos dijo...

Interesante, muy interesantes. Cuanto más te leo más me apetece seguirte leyendo. A la espera de más.

Un saludo.