25 de marzo de 2007

Fiebre del sábado noche

Finalmente ayer noche me ceñí al plan original y me fuí a Barcelona. No podía quedarme en casa y tampoco tenía ganas de ver a nadie. Necesitaba desconectar.

Me había pasado la tarde dándole vueltas a lo que me estaba sucediendo sin llegar a nada concluyente. Las cada vez más frecuentes migrañas. Las hemorragias nasales, que están agotando con rapidez mi reducido vestuario. Mis reacciones a situaciones límite que una semana atrás habría evitado o ignorado. Y las nuevas capacidades que parece que ahora poseo: regeneración acelerada y una fuerza y agilidad por encima de la media. Por no mencionar que ahora me busca la policía.
Coño, ¡en menos de una semana he mandado al hospital a tres tíos que hacen dos como yo! Y uno de ellos ha muerto, joder.

Con todo ésto dándome tumbos por la cabeza subí a Barcelona después de cenar una magra ración de ensalada de pasta; una mezcla de espirales de colores, nueces, trozos de manzana, tomate, lechuga y salsa rosa. La cena perfecta para coger una cogorza con rapidez, que era lo que necesitaba.

Llegué con el último tren a las once y poco al centro de la ciudad y me dirigí a uno de los bares de la calle Tallers, junto a las famosas Ramblas. Me senté sólo en una mesa del fondo y empecé a beber voll-damms, una detrás de otra. Mientras bebía observaba a la gente que iba llegando, la mayoría jovencitos sedientos de alcohol, drogas y sexo. Jóvenes que ya no sienten el rock&roll como antes y se conforman con cualquier mierda que pinche el DJ de turno. ¿Fito, porqué te pasaste al bando de Los 40 Principales, puto traidor?

Creo que me bebí siete cervezas antes de empezar a notar "algo". Aquello tampoco era normal e hizo que volviera a los pensamientos que me habían llevado allí. Aceleré el proceso de ingestión de alcohol pidiendo a la camarera Jack's con hielo de dos en dos. Me dirigió una mirada reprobadora pero los sirvió sin compasión.

Abandoné el bar con 60 euros menos unas tres horas después. Limitarme a observar a la fauna local me había servido de distracción, pero necesitaba cambiar de aires y mover un poco el esqueleto. El whisky había hecho su efecto y ya iba más que alegre, así que enfilé las Ramblas hacia el mar. Siempre me ha gustado pasear por ellas de noche. Se ve todo tipo de gente y los inmigrantes te venden cervezas a buen precio a medida que paseas. Nada que ver con las Ramblas que existen durante el día. Por la noche no te vas tropezando con la gente ni te empujan cada diez pasos. Por la noche eres el amo del lugar.

Unas calles antes de llegar a la estatua de Colón que señala al "Imperio Romano" de nuestros tiempos causante de casi todos los males que asolan al planeta, pero a quién nadie hace caso, me metí en el barrio chino. Tenía clara mi meta. Me dirigía a L'Enfants.

A pesar de ser una discoteca pequeña, es un lugar que me gusta. Ponen un poco de todo -incluido rock&roll de verdad- y el ambiente suele ser agradable a pesar de que cada vez la frecuentan más "guiris". Cuando llegué a la puerta los efectos del alcohol se habían desvanecido por completo. Vaya jodienda, iba a resultar que la capacidad de regenerarme no era tan buena como pensaba. Entonces entendí porqué en los cómics Lobezno suele aparecer con una birra en la mano. Entré sin problemas y fuí directo a la barra, dónde me enchufé dos chupitos de tequila y luego me pedí un whisky con red bull.

El rasgueo de dos guitarras eléctricas me poseyó y me dirigí al centro de la sala, bailando a medida que avanzaba y esquivando a la gente que se me cruzaba. No soy una persona tímida. Nada tímida. Me gusta provocar y ser el centro de atención. El mito del freak introvertido que no sale de casa y que no se relaciona no es más que eso: un puto mito en el que mucha gente "normal" se apoya para sentirse superior.

Ayer me sentía distinto. Nada me daba miedo. Era cómo si con todo lo que había vivido la última semana sintiera que nada podría conmigo. Me planté en el centro justo de la pista y mientras bailaba observaba a mi alrededor. A mi derecha un grupo de chicas rubias, con pinta de proceder de la Europa del norte, parecía que competían por ver quién bailaba de forma más sexy. Enfrente dos niñatos pasados de vueltas se balanceaban como zombis, mientras a su lado otros tres chavales hablaban entre ellos sin apartar sus lascivas miradas del grupo de rubias. A mi izquierda había otro grupo de tres chicas, éstas españolas. Soprendí a una de ellas mirándome divertida. Ésa noche no estaba para ligues y aparté la mirada. El DJ, en la cabina, hablaba con dos adolescentes.

Cuatro cubatas y tres chupitos de tequila después seguía en el centro de la pista. No logré emborracharme pero estaba contento. Bailar me ayuda a no pensar, me libera. La música entra en mí y dejo que mi cuerpo responda a ella instintivamente. A menos, claro, que suene una canción que no me gusta o no conozco, entonces me limito a hacer el gilipollas y a reirme de mí mismo. Fué con una de éstas últimas cuando se me acercó la chica a la que había sorprendido un rato antes mirándome. Una sonrisa divertida y sincera iluminaba su rostro al mismo tiempo que se situaba delante mío y se ponía a hacer el idiota conmigo. Me agarró por los hombros y nos mecimos juntos contra la música. Sus ojos oscuros me miraban y los míos la miraban a ella. Era preciosa. Me maldije a mí mismo y a todo lo que me había sucedido la última semana, y maldije a mi yo lógico que no dejaba de decirme que dejara de mirarla. Que me largara de allí cuando aún estaba a tiempo. Y entonces la besé. Mientras nuestras lenguas jugaban ansiosas, ardientes, febriles, tuve la certeza de que ya me había enamorado de ella. De una chica de la que no sabía ni el nombre.

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